lunes, 25 de junio de 2007

Escribir

Derrotada a casa.
No era novedad, pero ahí estaba “ella” (así me gusta llamarla cada vez que la necesito): una hoja de papel blanco, sobre mi mesa, al lado de las pastillas, del agua, de mis navajas. Ahí estaba ella como llamándome, tentándome, diciéndome “úsame”. Y yo, en verdad quería. Quería dejar de lado mis emociones y mis rabietas, mi egoísmo y mi dolor, y plasmarlo todo ahí, en este insignificante pedazo de nada que para mí, en algún momento, valdría más que nada: valdría mi vida, mi profesión, mi vida personal.
Ella me pedía usarla, tocarla, manipularla, llenarla completamente de mí, de mis pecados, de mis temores, de mis deseos, de todo sentimiento que me carcomía por dentro, me pedía darle vida. Sí, para una hoja en blanco y limpia, que la usen significaba darle vida, darle sentido, darle un significado. Pues, bien, su misión era ser usada. Y yo la usaría.